Hay un hecho histórico del que todo el mundo ha oído hablar, en el que bastante gente cae en prejuicios de todo tipo y sobre el que muy pocas personas se han interesado por conocer, con mirada franca, qué es lo que realmente fue desde la investigación académica. Este sujeto histórico es al-Andalus, término que define el cambiante territorio que el islam político dominó en la Península Ibérica durante los siglos VIII al XV (711-1492). Para muchos, la realidad andalusí no deja de ser, dentro del Medioevo cristiano, una rareza siempre sometida a todo tipo de mitos y acercamientos reduccionistas que poco o nada tienen que ver con la ingente producción científica sobre la cuestión. A todos los efectos, el período andalusí transcurrió de forma paralela a determinada etapa de la historia europea de la esfera cristiana, la cual desarrolló un ambiente socio-cultural y económico donde gremios de constructores, individuos dedicados a la construcción y círculos de conocimiento vinculados a la transmisión de símbolos con eficacia material, generaron un universo mental y simbólico dado en llamar Masonería operativa, base de la actual Masonería de corte especulativo.
Hecha esta aclaración sobre qué es al-Andalus y tras mencionar de forma somera qué ocurrió en la Europa cristiana durante su evolución medieval, cabe hacerse una pregunta razonable. Esta es si hubo en el territorio andalusí equipos de constructores cuyos miembros actuaron y se relacionaron a nivel profesional con unas características similares a las conocidas en la Europa cristiana coetánea. La cuestión es compleja y requiere un desarrollo argumentativo que ni cabe en estas escuetas líneas ni puede ser desarrollado, dado que no es una publicación científica. Sin embargo, algo se puede decir al respecto sin caer en generalizaciones y basándose en lo que sabemos a día de hoy.
Partiendo de los datos aportados por las fuentes escritas y arqueológicas para el estudio de al-Andalus, se observa que las actividades productivas de ciertos grupos de artesanos estaban reguladas a través de agentes estatales con objeto de controlar la producción, extraer el gravamen correspondiente y vigilar al colectivo profesional cuya capacidad para generar riqueza era un bien preciado. Los numerosos estudios contribuyen a fijar la idea general de que los individuos dedicados a las labores productivas de carácter artesanal se regían por algún tipo de procedimiento más o menos regulador al que estaban sometidos. Esto se podría aplicar a una cuadrilla de constructores, en árabe clásico albanná (el verbo banà es construir), término del que derivó el andalulsí albanní, origen de albañil. Estos constructores tendrían algún tipo de regulación para ejercer su profesión, no tanto reglamentos internos de carácter gremial, sino un marco normativo que permitiera a este colectivo ejercer sus labores profesionales dentro de una estructura política islámica encuadrada en el período histórico de al-Andalus.
En este sentido, en algunos tratados sobre la organización de las actividades económicas del zoco (hisba), se indica la duración del trabajo de los operarios (artesanos) contratados a jornal, normalmente desde el alba hasta la puesta del sol, se menciona a los maestros y a los responsables de los colectivos de artesanos (alamines) y no se escatima en descripciones sobre cómo evitar el fraude y desenmascarar al defraudador. Es de suponer que el colectivo de constructores estaba también regido por normas aunque no se les mencione expresamente, como sí ocurre, por ejemplo, con los vidrieros. En cualquier caso, el colectivo de constructores estaba sometido a las indicaciones del alarife (al-arif), experto conocedor de la edificación, es decir, un maestro. En las crónicas árabes andalusíes, hay mención al jefe de los alarifes/maestros (shayj al-urafà) y también a los alarifes/maestros de los constructores e ingenieros (urafá min al-banna’in wa-l-muhandisin). Si existió la figura del superior de los ingenieros (raís al-muhandisin), cabe pensar que también la hubo para el colectivo constructor de cariz más arquitectónico. Es más, el término muhandis (ingeniero) parece confluir con el oficio de arquitecto en expresiones como al-muhandis al-nazir, literalmente ingeniero/arquitecto responsable, de una construcción (bunyan). El responsable (nazir) ejercía funciones de inspección del trabajo de los constructores y los maestros (al-banna’in wa-l-urafá), teniendo este el rango de maestro (al-arif) en los textos conservados. La toponimia menor ha dejado rastro de este caso. El palacio del Generalife, integrado en el entorno de la Alhambra, procede del árabe Yannat al-Arif (Jardín del Arquitecto/Maestro de edificación). Además, los datos aportados por la epigrafía conservada en ciertos edificios andalusíes sugieren la presencia de algún oficial que ejercía funciones de tesorero.
Este colectivo de constructores se movió a lo largo de la geografía andalusí en diferentes momentos de su historia. Incluso más allá de sus fronteras. Es bien sabido que los espacios áulicos más notables de los conjuntos arquitectónicos de los Reales Alcázares de Sevilla y de la Alhambra de Granada guardan similitudes con independencia de encontrarse, en el momento de su construcción, en territorios dominados bajo poder cristiano e islámico respectivamente. En este contexto, algún pasaje de los textos árabes refiere a la existencia de un maestro constructor acompañado de sus operarios que ejercieron sus labores tanto en el dominio cristiano como el islámico. Está claro que se necesitaba un maestro que supiera trazar un plano (rasama jitta) a partir del cual levantar un proyecto edilicio compuesto de diversos materiales, entre ellos la piedra (hayar). Hablando de los palacios alhambreños, algún que otro oficial debió organizar a los operarios para convertir el mármol bruto de las canteras en elementos constructivos de alguno de sus más fascinantes espacios.
Sobre el aspecto material de la construcción, es relevante preguntarse si había algún tipo de marca del producto final con objeto de ser reconocido entre los miembros del colectivo, con independencia del carácter simbólico que pudiera tener. A esta cuestión, lo prudente sería mantener el silencio. Sin embargo, esbozar una hipótesis para posteriores indagaciones no es deshonesto siembre que se haga con la debida prudencia. Como es sabido, en el ámbito cristiano estos materiales recibían marcas de identidad de los canteros con objeto de recibir su salario, las cuales tenían una forma básica asociada en algunos casos a la familia, con variantes para cada uno de los individuos, según indican los análisis realizados desde la gliptografía. Este dato sugiere una forma de transmisión del conocimiento cuya materialización implicaba dejar una marca reconocible solo para quienes tenían acceso a ese saber práctico. En el caso de al-Andalus, se han analizado marcas en columnas y otros materiales constructivos donde se ha podido reconocer la identidad de artífices, incluso se ha detectado la posible presencia de alguna familia de canteros. En la Mezquita Aljama de Córdoba, la conocida Mezquita-Catedral, una de estas marcas es un pentagrama.
A modo de anotación final, estas agrupaciones de constructores ejercían sus funciones inspirados en muchos casos bien atestiguados por la religión islámica. Según un dicho atribuido a Muhammad, Allah tiene noventa y nueve nombres, cuyo conocimiento predispone al creyente al paraíso. Entre estos nombres, además de algunos de fuertes resonancias edilicias como El Creador (Al-Jáliq) o El Poseedor de Todo (Malik Al-Mulk), hay que señalar uno de sólidas connotaciones estéticas y espirituales: La Luz (An-Nur). Para el constructor musulmán, la luz es el símbolo de lo divino, porque Dios es la Luz en el cielo y la tierra, esta última receptora de su benéfica acción. Como testimonian importantes monumentos conservados de época andalusí, la luz vivifica la arquitectura islámica. Que cada cual extraiga sus propias conclusiones.
Antonio Peláez Rovira
Profesor de la Universidad de Granada